
que transita por pavimentos
sin árboles, ni fuente;
sin pájaros, ni bancos.
Señores de la calzada de asfalto:
los coches y tranvías.
Por las aceras
la gente camina apresurada.
De vez en cuando,
en algún balcón
- casi como un milagro-
puede verse una maceta con geranios.
Hasta que no cumplió los siete años
no supo lo qué era jugar con el barro,
chapotear con el agua,
sentir su cuerpo acariciado por la brisa del mar,
bañado por el sol.
La niña de mi cuento un día
desde la ciudad llegó
hasta un pueblito asturiano.
El sendero que conducía a la playa
tenía un trecho que serpenteaba la costa
para luego,
Introducirse tierra adentro
y volver a salir, esta vez,
definitivamente
a la playa.
Este camino
mil veces andado y desandado
es uno de los recuerdos
más entrañables de su niñez.
El cielo azul se unía al mar,
los prados y los bosques.
Los zarzales, repletos de moras.
Las babosas de color anaranjado,
de lentos movimientos
que tienen su cuerpo desprovisto
de caparazón,
siempre fueron objeto
de todos sus cuidados:
siempre fueron las dueñas
de toda su ternura.
Las campanillas blancas y también moradas.
Las hostiles ortigas
que crecen a la sombra de las zarzas.
Alguna lagartija que, sorprendida,
huía apresurada y,
debajo de alguna piedra,
refugio buscaba…
La yedra que envolvía el tronco de los laureles.
Las gaviotas, veloces, ágiles y rápidas
- certeras pescadoras-
que reposaban y tomaban el sol
en aquella playa de San Antón.
Admiradora de sus blanquísimas plumas
absorta se quedaba contemplando
su ir y venir.
Aquel sendero, después camino o calella,
era una auténtica maravilla:
era un gozo que sorprendía
su alma de niña todos los días.