El hombre de Tunez

El hombre de Túnez

Acto Primero

La escena se desarrolla en el saloncito de una vivienda moderna convencional. Algunos cuadros en las paredes. Una estantería para libros. Una vitrina para guardar la vajilla. Un mueble sobre el que se apoya un televisor y un video. Al fondo, cerca de la entrada, hay una mesa redonda con cuatro sillas. Sobre la mesa hay un florero con margaritas. Separado de la zona destinada a comedor, hay un sofá de tres plazas, tapizado en tela de dibujos geométricos, muy modernos, y un sillón. En uno de los salientes que separan la salita del comedor, hay un espejo de formato estrecho y alargado. Al levantarse el telón está Maravillas que se siente inquieta. Se levanta varias veces a ordenar los cojines del sofá. Continuamente se alisa el pelo con las manos. Ensaya ante el espejo una sonrisa que no acababa de satisfacerle porque es una mueca que resulta muy triste. Consulta frecuentemente el reloj. Después, se asoma al balcón. Vuelve a entrar precipitadamente y entonces echa mano de un libro y comienza a leer.

Se oye que una puerta se cierra con cuidado. Maravillas levanta la cabeza. Se queda escuchando. Le ha parecido que alguien se mueve en el hall.

Maravillas: Lucia, ¿eres tú?

Lucia: Sí mamá, ya estoy aquí. Voy a pasar al servicio. Ahora te veré.

Maravillas se incorpora. Vuelve a alisarse el pelo. Se sacude la falda y murmura entre dientes:

-- No hay manera de mantener esta falda limpia. Atrae todo el polvo y cuantas pelusas le es posible acaparar.

Entra Lucía en el salón. Lleva zapatos con unos tacones altísimos que hacen pensar en los zancos. Avanza despacio quizás temiendo engancharse en la moqueta. Tiene la cara risueña y le brillan los ojos. Parece que se siente feliz. Se acerca a su madre y le da un beso.

Maravillas: Hola Lucía ¿Qué tal ha ido el día?

Lucía: Bien, como siempre. Este trabajo es rutinario: nada estimulante pero tiene la compensación de ser tranquilo… y a ti ¿cómo te han ido las cosas?
(Se fija en ella detenidamente)
Tienes mala cara. Hay que descansar, mamá. No es posible que sigas con ese tren de vida. Dieciséis horas de trabajo son un exceso que pronto te va a pasar factura.

Maravillas: Sí, ya pero no veo cómo remediarlo. Tienes la cena en la cocina. Caliéntala.

Lucía: Me extraña encontrarte levantada aún pero no te habrás quedado en pie sólo para decirme que me caliente la cena.

Madre: Quería hablar contigo. Es por eso. Pero cena que te espero. Estoy leyendo esta novela y es muy interesante. No te des prisa.

Lucía atraviesa el salón en dirección contraria por la que ha entrado. Enseguida vuelve a pasar: ya se ha apeado de sus taconazos y se ha puesto un pijama. Mueve el cuerpo con alegría como si algo brincara dentro de su corazón.

Maravillas ha vuelto a sentarse con el libro abierto que sostiene apoyado en sus rodillas, no lee: está reflexionando intensamente cómo buscando una solución o quizás sumergida en algún recuerdo intenso.

Se produce una tenue caída en la intensidad de las luces. Se oye en un tono apenas perceptible, el “Cascanueces” de Chaikoski.

Lucía vuelve a entrar y se da cuenta de que su madre ni siquiera la oye. La mira con perplejidad y se para a esperar a que salga de su abstracción.


Maravillas la mira de pronto y musita: ¿Qué haces ahí parada?

Lucía: Hace un rato que te estoy observando. ¡Tú sí que te has parado! ¿Qué pensabas?

Lucía toma asiento en una butaca frente a su madre. Cruza las piernas y guarda las manos en los bolsillos de la chaqueta del pijama.

Maravillas: Nada, me estaba acordando de cuando cumpliste los quince años y de la sorpresa que me causó enterarme de que tenías novio: tu primer novio. La impresión fue tremenda. ¡Madre mía, mi hija ya no era una niña! Había presenciado cómo se transformaba tu cuerpo pero había olvidado que ello va también acompañado de otras modificaciones que yo no había tenido la agudeza de considerar. Recuerdo que hablamos largo y tendido. Te dije que me producía una honda preocupación pues yo sabía muy bien las repercusiones que ello podría traer a tu vida e incluso del destrozo que se podría llegar a producir pero creo que tomé la decisión adecuada. Recordarás que no te lo prohibí. Te dije que aquella era la primera decisión importante que habías tomado en tu vida y que te correspondería a ti apechar con las consecuencias. Hay algo que una madre no puede regalarle a una hija y esto es la experiencia. A los pocos días viniste a decirme que habías roto. La verdad es que aquella ruptura me tranquilizó mucho. Tú sabes que jamás me he entrometido en tus relaciones.

Lucía: ¡De sobra lo sé! ¡No me lo cuentes! Pero tenlo por seguro, si lo hubieras intentado, no te habría valido de nada. Aquello se rompió porque era un cantamañanas insoportable y que me aburría un montón. Lo pasaba mucho mejor con mis amigas.

Maravillas: Ahora es diferente. A estas alturas, ya me has demostrado que eres una mujer responsable, sensata; pero veo que estás enamorada y, la verdad, es que no es ninguna tontería decir que el amor es ciego. Dime ¿Qué sabes de Abdul?

Lucía: Que es un berebere de Argelia; de religión cristiana; de padre francés y madre argelina; que es huérfano de padre, -igual que yo- que, por lo tanto, es poseedor de una madre preocupada, asustada, casi aterrorizada –igual que tú-. Ambas teméis que vuestros pobres hijos en lugar de encontrar la felicidad van a caer en la mayor de las desgracias. ¿O no?

Maravillas: No te niego que no haya una parte de verdad en lo que dices aunque, por mi no es exactamente así. Estoy asustada porque apenas os conocéis y ya habéis concertado vuestro matrimonio. Estoy preocupada porque lo más fácil es pensar que Abdul te quiera utilizar como una puerta de acceso para entrar en Europa sin que para nada le importe tu felicidad. Es terrible pensar esto. Pero quiero que sepas que yo no me opondré y que te ayudaré en todo lo que esté en mi mano. Quiero que tengas muy claro que el amor de tu madre no está condicionado por ninguna circunstancia ni límite.
Sólo querría pedirte una cosa. Que aplacéis la boda. Tienes que conocerle antes: date un tiempo.

Maravillas se levanta y abraza a su hija. Ésta se deja abrazar pero no corresponde a sus caricias.

Lucía: Abdul es lo más importante y serio que ha pasado por mi vida y no me voy a dejar arrastrar por prejuicios. Sí es posible que yo esté profundamente enamorada ¿por qué no puede estarlo él? Hemos entrado en contacto a través de Internet. Después, yo he viajado a su país nos hemos conocido personalmente. En nada me ha engañado. Todo lo que me dijo de su vida y de su familia era absolutamente cierto y es un hombre -en todos los sentidos de la palabra-. Es un idealista. No se siente berebere sino occidental y quiere vivir en nuestro mundo y con libertad. Eso es todo. Mamá, soy yo la que está más enamorada. Me voy dónde él me diga y cuándo él me lo pida. Así que no pongas obstáculos porque, si es necesario, me iré a vivir a Argel pero estaré a su lado.

Maravillas la escucha con estupefacción, perpleja ante tal obstinación. Guarda unos instantes de silencio y vuelve a la carga de sus argumentaciones.

Maravillas: Hija, yo no tengo nada contra Abdul. Ni siquiera le conozco. Tampoco considero que yo sea una persona racista aunque tal y como se plantean las cosas quizás haya algo en el fondo… Pero no, no estoy de acuerdo con lo que acabo de decirte porque a mí, lo único que me preocupa, es que Abdul ha solicitado varias veces su pasaporte en la embajada de España en su país y –como sabes- se lo han denegado y esto fue antes de vuestro encuentro: es lo que me importa, que, él, lo único que busque sea un pasaporte. Mira: si estuviera aquí –aunque fuera sin papeles- y llevarais cierto tiempo de relación, yo vería la situación de otro modo. Casarse, -con un español o con cualquier otro- al fín y al cabo, es un riesgo: transcurridos dos o tres años, según las estadísticas, ya están separadas o divorciadas el 50% de las parejas. Las cosas son así.

Lucía: Sí, mamá pero ¿te has preguntado por qué no puedo estar yo en el otro cincuenta por ciento que no se separa?

Entonces Lucía se incorpora. Tiene el semblante crispado y a penas consigue dominar su ira cuando vuelve a hablar.

Lucía: No olvides que no voy a desistir de mi proyecto. Voy a casarme con él cuanto antes. Alguna vez tendré que responsabilizarme de mis actos y si las cosas salieran mal, no te quepa la menor duda: sabría enfrentarme con las circunstancias. De momento, reclamo mi derecho a equivocarme. No quiero volver a hablar de esta cuestión. ¿Entendido? A partir de ahora, de mi vida voy a ocuparme solamente yo.

Lucia abandona el salón dirigiéndose hacia la izquierda y la madre queda sentada en el sofá con la cabeza entre las manos. Cae el telón. Fin del acto primero.

Raitán
Alcalá de Henares, 18 de Diciembre de 2006